Como ocurre con las especies animales, los signos de
puntuación también nacen, viven y mueren. ¿Las nuevas tecnologías impulsan la
desaparición del “¿” y el “¡”?
Como el sonido lejano de la alarma de un auto, el dato
se repite tantas veces que ya se volvió invisible. Olvidamos que está ahí: cada
día se extinguen unas 150 especies de animales en el mundo. Según la Lista Roja
de Especies Amenazadas de la Unión Internacional para la Conservación de la
Naturaleza, el 41% de los anfibios, un 33% de los corales, un 25% de los
mamíferos y un 13% de las aves están en rumbo directo a decirle adiós, y para
siempre, a la Tierra. El orangután de Sumatra, el leopardo de las nieves y la
tortuga baula se encuentran a punto de transformarse en simples figuritas del
álbum de los recuerdos de la naturaleza. Y no sería nada extraño si, dentro de
un par de décadas, el gorila de montaña, el atún rojo y el rinoceronte de Java
fueran confundidos con el hipogrifo, el Odradek y demás ejemplares de El
libro de los seres imaginarios borgiano.
El golpe –ecológico, ético, biológico–, claro, es
fuerte. Pero eso no implica que sea el único. Las especies de animales no son
las únicas que se extinguen. Se extinguen, también, las lenguas: de los 6.809
idiomas que se supone hay en el planeta, desaparece uno cada 15 días, sin
contar con que en la Argentina ya se esfumaron el atacameño, el ona, el gününa
küne y el vilela. Y, por si fuera poco, se extinguen también los símbolos. Y
entre ellos, aunque parezcan eternos e intocables, aquellos de un gremio
especial: los signos de puntuación, aquellos semáforos de la lengua que ayudan
a que no nos tropecemos ni atragantemos con las palabras.
Algunos, incluso, desaparecen sin que muchos supieran
siquiera que alguna vez estuvieron ahí, listos para ser usados. Por ejemplo,
uno llamado “interrobang”. Indicador de sorpresa, algo así como “?!” –del “¿¡en
serio!?”– pero fusionados en el mismo símbolo, fue inventado en los sesenta por
el publicista neoyorquino Martin Spekter. Arañó la fama cuando se coló entre
las teclas de las máquinas de escribir Remington en 1968 pero no tardó en
hundirse en el olvido.
Algo similar ocurrió con otro signo no menos curioso
llamado “snark”, una especie de signo de interrogación invertido, como
reflejado en un espejo, ideado en el siglo XVI por el impresor inglés Henry
Denham como mecanismo para advertirle al lector que una pregunta era retórica.
El snark, sin embargo, sufrió en carne propia la indiferencia y nunca fue
comprendido ni utilizado masivamente por entonces, cuando la imprenta daba sus
primeros pasos y los nuevos lectores –que lentamente se acostumbraban a leer en
silencio– imploraban el establecimiento de una puntuación estándar, aquella que
recién comenzó a tomar forma en 1566 cuando el impresor italiano Aldo Manuzio
publicó el primer libro de normas de puntuación, su Orlhographiae Ratio (Sistema
de ortografía), que incluía el punto, la coma, los dos puntos y el punto y
coma.
En realidad, Manuzio no fue un pionero gramatical: al
primero que se le habían ocurrido estos indicadores fue a Aristófanes de
Bizancio –uno de los grandes bibliotecarios de Alejandría– en el año 200 para
combatir lo que desde los antiguos textos griegos y por varios siglos después
se conoció como scriptio continua , la costumbre de escribir
ininterrumpidamente en mayúscula, sin espacio y sin puntuación. Una verdadera
tortura para el lector.
Pero volviendo al snark, como varios signos que nunca
llegaremos a conocer o a utilizar, su vida fue fugaz, pese a que en 1899 tuvo
una segunda oportunidad al ser resucitado por el poeta francés Alcanter de
Brahm como señal de sarcasmo o de ironía.
Y así llegamos a nuestros días, tiempos tan
globalizados como acelerados, en los que los signos de puntuación no dejan de
nacer, vivir y, también, morir. Los símbolos, se sabe, no mueren de causas
naturales. Se extinguen cuando los carteles publicitarios cargados de errores y
omisiones se vuelven la norma y no la excepción. Se esfuman cuando el
escribiente –en chats y mensajes de texto– les suelta la mano y pierde su fe en
ellos, cuando comprende en un arrebato silencioso de rebeldía gramatical que
puede vivir su vida sin ellos. Y también cuando las profesoras de castellano
tiran la toalla y se cansan de marcar en un examen –con birome roja o a lo sumo
verde– su ausencia.
Así podría pensarse una “lista roja” de signos de
puntuación amenazados encabezada en estos momentos por dos signos que coquetean
con la extinción: los signos de interrogación y exclamación de apertura –“¿” y
“¡”–, exclusivos del español. En el caso del “¿” fue introducido por decreto
recién en 1754 en la segunda edición de La ortografía de la Real
Academia Española para indicar bien desde el comienzo que se trataba
de una pregunta. La adopción no fue de un día al otro: tardó casi un siglo en
colarse en los libros y siempre hubo rebeldes que se negaron a usarlo como el
poeta chileno Pablo Neruda.
La biografía de su compañero de oración, el “?”, es
curiosa: un investigador de la Universidad de Cambridge llamado Chip Coakley
halló recientemente la versión más antigua de este símbolo –conocida como zagwa
elaya – en un manuscrito siríaco, un dialecto del arameo, la principal lengua
literaria de Medio Oriente entre los siglos III y VIII: consiste en dos puntos,
uno encima del otro.
Aún así, ahí no nació la costumbre de indicar
textualmente una pregunta. En forma independiente, distintos signos de
interrogación surgieron en todo el mundo: los griegos utilizaban el punto y coma;
los egipcios, los tres puntos; los armenios usan una especie de círculo abierto
que se ubica entre la última y la penúltima letra de la palabra de la pregunta.
Y durante la Edad Media los escribas indicaban el carácter interrogativo de una
oración al poner la palabra quaestio al final de la frase. La tediosa tarea de
escribir un libro a mano hizo que los copistas abreviaran esta palabra: primero
se convirtió en “qo” y luego comenzaron a colocar la “q” arriba de la “o”. No
tardó mucho para que la “q” mutase en un garabato y la “o” en un punto. El
llamado punctus interrogativus había llegado para quedarse aunque recién en el
siglo XVIII adoptó la forma actual que conocemos y usamos.
Y ahora, su compañero de oración –“¿”– y su pariente
exclamativo –“¡”– se volvieron intermitentes. A veces están y a veces no. Sus
asesinos son la velocidad de las cosas, la aceleración del saludo por el
celular, el mensaje de “feliz cumpleaños!!!” dejado en un muro de Facebook, el
contagio de costumbres gramaticales inglesas, o simplemente la informalidad,
aquella que impulsa en Twitter el uso de “tu” sobre el “vous” en francés entre
desconocidos, el “du” sobre el “sie” en alemán, el “to” sobre el “shoma” en
farsi.
Nadie sabe exactamente cuándo sucederá ni dónde pero
de un momento a otro signos como el “¿” y el “¡” morirán para convertirse en
ese preciso instante en el objeto de deseo de paleolingüistas, cazadores de
signos, coleccionistas de notas al pie de la historia.
Aunque no podría decirse si esta extinción esté bien o
mal. A fin de cuentas, no leemos ni escribimos como antes. En casi dos
generaciones, cambiaron los soportes a una velocidad inimaginada. Y, tal vez,
los signos de puntuación también evolucionen y se adapten a su nuevo medio
ambiente. “O no?”.
Fuente: Revista Ñ, Tecnología y Comunicación
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