Foto: CÉZARO DE LUCA
En un mismo tono de voz e igual grado de expresividad,
Zygmunt Bauman, el sociólogo más influyente de las últimas décadas, hace
chistes sobre su sordera y reflexiona sobre la doble vida -online y offline-
que, según él, define nuestra modernidad. “Venga de este lado –y señala el
audífono escondido en su oído izquierdo- así puedo escuchar algo de lo que
usted me diga y conversamos”, dice en una terraza de Lignano Sabbiadoro, el
refinado balneario de la costa friulana, cerca de Udine, hasta donde Bauman vino
a recibir el Premio Hemingway en la categoría Aventura del Pensamiento. Acaba
de guardarse la pipa en el bolsillo. Tiene todavía en la mano dos encendedores
y el paquete de tabaco Clan Aromatic, un blend de catorce tabacos diferentes
elaborado en Holanda.
¿Qué aspecto de la vida moderna le hace perder el sueño
últimamente?
Bueno, trato de simplificar y de encontrar un denominador
común en lo que pienso y en lo que digo porque vivimos en un mundo problemático
y lo que subyace en común en todas las manifestaciones de los inconvenientes de
estos tiempos es la fluidez, la liquidez actual que se refleja en nuestros
sentimientos, en el conocimiento de nosotros mismos.
Bauman ya era un sociólogo prestigioso cuando lanzó su
concepto líquido -esa idea de inconsistencia que para definir el mundo que nos
rodea aplicó a la vida, al amor y a la modernidad- que le valió notoriedad
mediática y popular: “Elegí llamar ‘modernidad líquida’ a la creciente
convicción de que el cambio es lo único permanente y la incerteza la única
certeza –dice él-. La vida moderna puede adquirir diversas formas, pero lo que
las une a todas es precisamente esa fragilidad, esa temporalidad, la
vulnerabilidad y la inclinación al cambio constante”.
¿Seguimos dominados por la incertidumbre?
La incertidumbre es nuestro estado mental que está regido
por ideas como “no sé lo que va a suceder”, “no puedo planificar un futuro”. El
segundo sentimiento es el de impotencia, porque aun cuando sepamos qué es lo
que debemos hacer, no estamos seguros de que eso vaya a ser efectivo: “no tengo
los recursos, los medios”, “no tengo el poder suficiente para encarar el
desafío”. El tercer elemento, que es el más dañino psicológicamente, es el que
afecta la autoestima. Uno se siente un perdedor: “no puedo mantenerme a flote,
me hundo”, “son los demás los exitosos”. En este estado anímico de
inestabilidad, maníaco, esquizofrénico, el hombre está desesperado buscando una
solución mágica. Uno se vuelve agresivo, brutal en la relación con los demás.
Usamos los avances tecnológicos que, teóricamente deberían ayudarnos a extender
nuestras fronteras, en sentido contrario. Los utilizamos para volvernos
herméticos, para cerrarnos en lo que llamo “echo chambers”,un espacio donde lo
único que se escucha son ecos de nuestras voces, o para encerrarnos en un “hall
de los espejos” donde sólo se refleja nuestra propia imagen y nada más.
¿Dónde lo pasamos mejor, online u offline?
Hoy vivimos simultáneamente en dos mundos paralelos y
diferentes. Uno, creado por la tecnología online, nos permite transcurrir horas
frente a una pantalla. Por otro lado tenemos una vida normal. La otra mitad del
día consciente la pasamos en el mundo que, en oposición al mundo online, llamo
offline. Según las últimas investigaciones estadísticas, en promedio, cada uno
de nosotros pasa siete horas y media delante de la pantalla. Y, paradojalmente,
el peligro que yace allí es la propensión de la mayor parte de los internautas
a hacer del mundo online una zona ausente de conflictos. Cuando uno camina por
la calle en Buenos Aires, en Río de Janeiro, en Venecia o en Roma, no se puede
evitar encontrarse con la diversidad de las personas. Uno debe negociar la
cohabitación con esa gente de distinto color de piel, de diferentes religiones,
diferentes idiomas. No se puede evitar. Pero sí se puede esquivar en Internet.
Ahí hay una solución mágica a nuestros problemas. Uno oprime el botón “borrar”
y las sensaciones desagradables desaparecen. Estamos en proceso de liquidez
ayudada por el desarrollo de esta tecnología. Estamos olvidando lentamente, o
nunca lo hemos aprendido, el arte del diálogo. Entre los daños más analizados y
teóricamente más nocivos de la vida online están la dispersión de la atención,
el deterioro de la capacidad de escuchar y de la facultad de comprender, que
llevan al empobrecimiento de la capacidad de dialogar, una forma de
comunicación de vital importancia en el mundo offline.
Si nos sentimos cómodos conectados, ¿para qué nos haría
falta recuperar el diálogo?
El futuro de nuestra cohabitación en la vida moderna se basa
en el desarrollo del arte del diálogo. El diálogo implica una intención real de
comprendernos mutuamente para vivir juntos en paz, aun gracias a nuestras
diferencias y no a pesar de ellas. Hay que transformar esa coexistencia llena
de problemas en cooperación, lo que se revelará en un enriquecimiento mutuo. Yo
puedo aprovechar su experiencia inaccesible para mí y usted puede tomar algún
aspecto de mi conocimiento que le sea útil. En un mundo de diáspora,
globalizado, el arte del diálogo es crucial. La diasporización es un hecho.
Estoy seguro de que Buenos Aires es una colección de diversas diásporas. En
Londres hay 70 diásporas diversas: étnicas, ideológicas, religiosas, que viven
una al lado de la otra. Transformar esta coexistencia en cooperación es el
desafío más importante de nuestro tiempo. Diálogo significa exponer las propias
ideas aun asumiendo el riesgo de que en el transcurso de la conversación se
compruebe que uno estaba equivocado y que el otro tenía razón. El mejor ejemplo
lo ha dado su Papa, el Papa argentino: apenas asumió, Francisco concedió su
primera entrevista a Eugenio Scalfari, decano de los periodistas italianos y
ateo confeso, y a un diario anticlerical como esLa Repubblica.
¿La vida online es un refugio o un consuelo a esa falta de
diálogo?
Hallamos un sustituto a nuestra sociabilidad en Internet y
eso hace más fácil no resolver los problemas de la diversidad. Es un modo
infantil de esquivar vivir en la diversidad. Hay otra fuerza que actúa en
contra y es el cambio de situación en la regulación del mercado del trabajo.
Los antiguos lugares de trabajo eran ámbitos que propiciaban la solidaridad
entre las personas. Eran estables. Eso cambió hoy con los contratos breves y
precarios. Las condiciones inestables, fluctuantes y sin perspectivas de
carrera no favorecen la solidaridad sino la competencia. Estos dos factores no
incentivan a la gente para el diálogo. Soy una persona ya mayor y creo que me
voy a morir sin ver este problema resuelto.
Surgen en distintos lugares del mundo, sin embargo, procesos
de autoorganización social desde abajo. Vecinos que se autogestionan para
resolver problemas como la inseguridad o para recuperar la sociabilidad
perdida. ¿Es una alternativa o un paliativo?
Lo que usted señala es muy importante. Es crucial para la
actual situación porque todas las instituciones de acción colectiva que
heredamos de nuestros ancestros, aquellos que desarrollaron las bases de la
democracia moderna como el poder tripartito, el parlamento en las democracias
representativas, las elecciones, la Corte Suprema, ya no funcionan
adecuadamente. Todas estas instituciones tenían una única y misma idea en
mente: establecer las reglas de la soberanía territorial. Pero vivimos en
condiciones de globalización, lo que significa que nadie es territorialmente
independiente. Ningún gobierno hoy puede decir que tiene pleno control de la
situación porque se vive en un mundo globalizado donde los mercados, las
finanzas, el poder, todo está globalizado. Entonces, aquellas instituciones que
una vez fueron efectivas en establecer la independencia territorial para un
mejor desarrollo del Estado moderno, hoy son inservibles para afrontar el tema
de la interdependencia a la que nos enfrenta la globalización.
¿Los gobiernos son ciegos o necios al punto de no admitir la
globalización?
Proponen soluciones locales a problemas globales. No se
puede pensar con esta lógica. Es preciso desarrollar soluciones que renieguen
de las fronteras territoriales del mismo modo que lo han hecho los bancos, los
mercados, el capital de inversiones, el conocimiento, el terrorismo, el mercado
de armas, el narcotráfico.
¿Y eso daría origen a las nuevas formas de autoorganización?
Surgen proyectos interesantes como Slow Food o Médicos Sin
Fronteras. Jeremy Rifkin (economista y teórico social estadounidense) escribió
un libro que se publicó el año pasado - The Zero Marginal Cost Society. The
Internet of Things, The Collaborative Commons, and the Eclipse of Capitalism
(El costo social cero. La Internet de las cosas, los bienes comunes
colaborativos y el eclipse del capitalismo)- donde señala que una nueva
realidad está emergiendo aún inadvertida por la opinión pública. Los mercados
competitivos están siendo reemplazados por lo que él denomina “collaborative
commons” , el bien común colaborativo, donde la gente no busca la ganancia
personal sino la cooperación, reunir fuerzas y compartir. Compartir
conocimiento, recursos. Compartir felicidad, compartir welfare .
¿Usted está de acuerdo?
No sabría decir si Rifkin tiene razón o no. El dice que la
tecnología resolverá el problema, que lo hará por nosotros. Para mí eso es una
reedición del determinismo tecnológico que no me gusta. Me resulta improbable
sugerir que la cuestión esté resuelta y que el éxito de la transformación en curso
esté preestablecido. Un hacha se puede usar para cortar leña o para partirle la
cabeza a alguien: mientras la tecnología determina la serie de opciones
abiertas a los seres humanos, no determina cuál de estas opciones al final será
elegida o descartada. Qué puede hacer el hombre es tal vez una pregunta que
puede dirigirse a la tecnología. Pero qué hará el hombre debe preguntarse a la
política, a la sociología, a la psicología. La gente está buscando alternativas
a las instituciones que no están funcionando. Hacen lo que nadie hará por
ellos. Eso es innegable.
Fuente: Clarín
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